Ilustración
tomada de la publicación El Retorno de la Primera Dama publicado en la revista digital Plan V
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Creo que se
torna necesario empezar haciendo una confesión para aquellos que me lean, soy
feminista. Lo admito sin ninguna vergüenza soy una mujer convencida de que la
mayor lucha que enfrento día a día es lograr que me respeten no por el hecho de
ser mujer si no por el hecho de ser igual a mis pares hombres. También sé que
mi historia de vida es privilegiada; nací en un país en donde mi condición de
mujer no representa demasiados limitantes a mi accionar, nací en una familia
donde mi condición de mujer no significó que desde pequeña tenga que aprender a
ceder ante un hombre. Mi madre también ampliamente feminista se negó a
enseñarnos a cocinar a mi hermana y a mí aduciendo que nadie tiene por qué
obligarte a ser “mujercita”. Cuando luego estudié fuera tuve la increíble
suerte de compartir con mujeres luchadoras que habían perdido todo por pagar el
precio de ser “mujer” incluso una murió a manos de su esposo por haberse
atrevido a demandar más respeto.
Así, entonces lectores
sabrán comprender que cuando leo un texto como el que inspira este artículo mi reacción es casi involuntaria. Hablar de
una primera dama trae implícita la noción de que existimos damas de otras
categorías, no tan importantes como la primera. Si a eso se le suma la falta de
conocimiento de la realidad política por parte de quienes escriben este artículo
que comparan a Manuelita Sáenz con María Fernanda Pacheco, la reacción es aún
más “pasional”.
He tratado de
entender el porqué de esta comparación, ¿será acaso un guiño a quién Plan V
considera una especie de “libertador”? o ¿una venezolana que se enamoró de un
quiteño? En realidad no encuentro nada que garantice tamaña comparación.
Otra cosa que no
entiendo es la obsesión de Plan V con la figura de la “primera dama” para mí es
el equivalente a la de la “buena esposa” en los Estados Unidos, aquella que se
queda tranquila, sumisa y espectacularmente bien vestida detrás de su esposo
independientemente de lo que él haga. Para mí como mujer educada que poseo un
puesto con responsabilidad la noción de que no hay una imagen de “distinción y
dinamismo femenino” me parece francamente insultante, no puedo dejar de pensar
en las figuras femeninas que realmente sí tienen poder como la Presidenta de la
Asamblea o las Ministras de Estado. Habría que decirle a quién escribió este
artículo (y a María Fernanda que visiblemente comparte lo escrito en esta
publicación) que el dinamismo femenino va más allá de la posibilidad de lucir
impecable en un traje sastre color verde.
Pacheco utiliza
un lugar común que sólo puede entenderse dentro de la idea que ella representa;
la de la “buena esposa” aquella que debe siempre mostrarse impecable porque
nada menos es una afrenta contra su esposo, llama la atención que una mujer que
se presenta como moderna y actual utiliza la misma estrategia de las mujeres de
los 50 que esperaban a su esposo con un Martini y con los niños dormidos.
Andrea Nina
trabajó diariamente por Quito, de manera casi obsesiva, fiel a esa noción de
una mejor ciudad que comparte con su esposo. A Andrea no le importó que la
lluvia le mojara el pelo, presentarse sin maquillaje y con la ropa con la cual
había jugado con los niños; no me malinterpreten,
no quiero decir que fue mejor de lo que podrá ser María Fernanda, solamente que
son dos estilos de trabajar por la ciudad, el problema radica cuando se le da a
uno primacía sobre lo que otras mujeres como Anne Malherbe han decidido hacer,
es un problema porque desconoce una opción de vida igualmente válida e
igualmente importante.
A las mujeres se
nos pide todo, lo único que podemos pedir es que no se nos obligue a jugar a
todas el mismo rol. Propongo entonces
que celebremos que el actual alcalde está casado con un equivalente; alguien
que comparte su conciencia de ciudad, alguien con quien decidieron lanzarse a
la aventura de tener una familia; dejemos de celebrar lo que aparentemente es
el mayor logro de María Fernanda que es hacer quedar bien a su marido en un
impecable traje sastre verde en una casa a la cual fue necesario hacer muy
pocos cambios mientras tiene tiempo de llevar a su hijo mayor al colegio.